sábado, 13 de diciembre de 2014

LA ÚLTIMA TRICOLOR


Corría el año 1980 cuando los colores negro, rojo y blanco tomaron un significado diferente al ser juntados. Los Menudos de Morumbi pintaron Sao Paulo con los tres colores predilectos que pondrían nombre a la exitosa Década Tricolor. Una década de júbilo, condecoración y, sobretodo, mucho fútbol protagonizado por Silas, Müller, Careca, Oscar, Dario Pereyra y compañía. La época que impulsó a uno de los mejores clubes de Brasil coincidió con el nacimiento de su hijo pródigo, Ricardo Izecson Dos Santos Leite, “Kaká”.

El chico nació en Gama, ciudad sede del club que culminaría la Década Tricolor derrotando al Sao Paulo en el último partido del Campeonato Brasileño y que los relegó a la 2ª plaza en 1989. Aquel año fue un año de transición hacia la Era Telê de las 2 Copas Libertadores y 2 Copas Intercontinentales contra el Barça de Cruyff y el Milan de Capello, el año del peldaño que los haría eternos y de, curiosamente, la mudanza de Kaká a Sao Paulo, la tierra prometida.

Al año siguiente, un Kaká de 8 años se inició en el fútbol inscribiéndose en un club local, el Alphaville. Con el Alphaville participó en un torneo en el que llegó a la final y, por primera vez, a los ojos del Sao Paulo. Una simple afición se vio rápidamente estimulada por su ídolo: Rai, capitán entonces de la Selección Brasileña y del Sao Paulo, en quien se inspiró como centro campista ofensivo. El éxito en la Década Tricolor había sido notable pero el oro de la Riviera Maya no brillaba en comparación con la obra de Telê Santana. Sin embargo, “Ricky” fue muy oportuno. Cuando se apagaron las luces de Morumbi y Telê dejó el club por motivos de salud, Kaká se decidió centrar en el fútbol y firmar su primer contrato profesional con el Sao Paulo. Durante los 8 años de la Era Post-Telê ocuparon el banquillo 14 entrenadores y brillaron junto a Kaká el inmortal Rogério Ceni, Julio Baptista y Luis Fabiano.

A uno, al leer esto, se le puede atragantar tanto logro idílico consecutivo. Puede resultar demasiado ser hijo de un ingeniero civil y una maestra que mantenían un agradable estatus alejado de las favelas. O incluso, pese a la juventud, llegar a comandar el equipo de tu devoción donde ha militado tu ídolo. La utopía del bambino de oro se vio perturbada por el accidente que cambio su vida. Con 18 años, en un partido con los Juveniles del Sao Paulo, vio una tarjeta amarilla que lo inhabilitó a jugar el partido siguiente. De modo que aprovechó el fin de semana libre para visitar a sus abuelos e ir a un parque acuático con su hermano, Digao. Allí se deslizó por un tobogán y se golpeó la cabeza contra el suelo rompiéndose el cuello y fracturándose la sexta vértebra. Pese a las serias posibilidades de parálisis total, un año después, Kaká volvió a jugar y a las 2 semanas de su vuelta al verde lo llamaron para jugar con el primer equipo. A los 2 años del accidente que podría haberle dejado sin siquiera caminar, debía viajar a Japón para disputar junto a futbolistas como Ronaldo, Ronaldinho, Cafú y Roberto Carlos el Mundial de 2002, que acabarían ganando.

La total y contra pronóstico recuperación fue el extraordinario acontecimiento que marcó un antes y un después en la carrera de Kaká que, como devoto Cristiano Evangélico, interpretó el accidente como algo con un propósito. Lo entiendió como la bendición de Dios ya que después de esa trascendental experiencia volaría a Europa, donde descubriría la mejor versión de sí mismo. Desde entonces, vive marcándose objetivos con un propósito y siguiendo la filosofía de sembrar y recoger frutos.

Sembró los frutos en Sao Paulo y los recogió en Milán. Al año del Mundial de Corea y Japón, llegó al viejo continente, donde experimentó lo más dulce y lo más amargo. Donde un día tocó el cielo y al otro se vio ardiendo en el infierno. Recuerdo verlo en la televisión y vivir así los contrastes de la cúspide de su carrera. Recuerdo verlo hartarse de levantar todos los títulos posibles como rossoneri. Recuerdo verlo convertirse en el mejor jugador del mundo. Recuerdo verlo como el Rey de San Siro, como el Emperador Lombardo. Recuerdo ver como todo lo que brilló fue olvidado y teñido de negro cuando se aclaró su camiseta. Como si tras su fichaje por el Real Madrid pareciese que aún no había tocado techo, cuando en realidad eso ya había pasado. Una dolorosa caída libre desde el rascacielos más alto.


En la búsqueda de esas vistas privilegiadas cuando flotaba en las alturas o de, por lo menos, la sensación de ser importante de nuevo, volvió. Volvió dos veces. El monocromo fue un error, en los 2 encontró la gloria pero en los 3, se encontró a sí mismo. En la recta final de su carrera, en medio de su enfoque hacia nuevas experiencias y los prometedores proyectos como el Orlando City de la MLS, encontró el apeadero idóneo para volver a ser Kaká. Disfrutar nuevamente junto al mito Rogério Ceni y Luis Fabiano, combinar en el centro del campo con Ganso, gozar del talento de Souza, de los pases de Denilson y los robos de Toloi. Y comenzar el principio del fin tras enfundarse el 30 de Noviembre de 2014 la última camiseta tricolor. 


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